En cuanto a lo primero, es evidente que con la promulgación de la ley no se está obligando a nadie ni a casarse con una persona del mismo sexo ni a ser homosexual. Simplemente, se pretende normalizar una situación que ya existe en la sociedad. Quienes se muestran más críticos con la ley ponen el ejemplo, no sé si como gracia o porque lo piensan realmente, de que lo siguiente será permitir los matrimonios de tríos o incluso –también se ha dicho esto - las uniones de seres humanos con animales. Sobre lo de los animales sobran comentarios, y en cuanto a los tríos está bastante claro que en ese caso no existe una demanda social.
Sobre el hecho de si la modificación perjudica a terceros, los críticos con la reforma introducen el asunto de la adopción: una pareja de homosexuales no está, dicen, capacitada para educar a un niño como lo haría una pareja heterosexual. ¿En qué se basan? Y además, en realidad los homosexuales ya pueden adoptar niños, aunque no como pareja, sino recurriendo a la adopción monoparental. En cualquier caso, la ley no está tanto pensada para la adopción de un niño extranjero por la pareja, puesto que en este caso la concesión dependería del país de origen de la criatura y no de la legislación española, sino para aquellas parejas de homosexuales en las que uno de los miembros ya tiene un hijo, por una anterior unión heterosexual o por inseminación artificial (en el caso de las lesbianas). Si algún día falta alguno de los cónyuges, sería el otro, como en cualquier pareja heterosexual, quien se hiciera cargo del niño. No parece que esto perjudique; más bien al contrario.
Otros basan sus argumentos en razones puramente lingüísticas que más bien parecen esconder otro tipo de planteamientos morales ocultos. “Matrimonio” es “unión de hombre y mujer”, dice el diccionario. Vale, y antes navegar era sólo “viajar en un barco” y ahora también es “desplazarse a través de una red informática”.