Yo, que no he sido nunca muy amigo de hacerme marcas de distinción de las que posteriormente pudiera arrepentirme, es decir, de tatuarme el body y cosas así, (no por nada, es que he sido siempre un poco “cagoncete” y “echao pa’tras” para esas cosas) ya me estoy temiendo el día en que mis hijas me vengan con lo de...
- Verás, papá, que es que me he hecho un tatuaje en cierto sitio y que nada, que quería decírtelo a ver qué te parece.
- Pues haces muy bien en compartir conmigo tus inquietudes, hija, qué quieres que te diga. Pero vamos, si no me equivoco mi opinión en nada va a influir en tu ya ejecutada decisión, me estoy temiendo.
- En cierto, papá, tu opinión en nada va a influir. Pero bueno, que lo sepas, lo de mis inquietudes.
Sobre ello debería andar yo cavilando ayer cuando, a modo de cuento, se me ocurrió contarles la siguiente historia a mis peques:
En la pandilla de mi primo hay un muchachote - el Richard, que le dicen – que destaca siempre por encima del resto. Destaca en el sentido de que destaca, el tío. Quiero decir que no es que sea ni mejor ni peor, sino que le gusta marcar diferencias, despuntar y dar la nota, al Richard.
Al Richard le llaman así pero él no se llama Ricardo, no te vayas a pensar, sino José Manuel de los Santos Bermejo, nada menos. Que le gusta dar la nota, ya te lo he dicho.
Cuando comenzó la moda de los tatuajes todos los de la pandilla pensaron al unísono: veras qué pedazo de tatuaje que se va a hacer el Richard, con lo que le gusta destacar. Pero no, el Richard se mantuvo al margen de la fiebre de los tatuajes. Como un señor. En cambio, poquito a poco, todos los demás fueron cayendo en la tentación y llenando sus cuerpos de dibujos más o menos originales, más o menos horteras y más o menos pintorescos. Uno, un dragón; otro, su nombre en caracteres chinos, otro, el águila de Beckham; otro, Piolín; otro, no sé qué... Pero el Richard no, y todos intrigadísimos:
- En algún sitio lo tiene que tener, el Richard, y no quiere decírnoslo.
- Dice Fulanito que se lo ha hecho en todo el cachete, vete tú a saber.
- Verás, papá, que es que me he hecho un tatuaje en cierto sitio y que nada, que quería decírtelo a ver qué te parece.
- Pues haces muy bien en compartir conmigo tus inquietudes, hija, qué quieres que te diga. Pero vamos, si no me equivoco mi opinión en nada va a influir en tu ya ejecutada decisión, me estoy temiendo.
- En cierto, papá, tu opinión en nada va a influir. Pero bueno, que lo sepas, lo de mis inquietudes.
Sobre ello debería andar yo cavilando ayer cuando, a modo de cuento, se me ocurrió contarles la siguiente historia a mis peques:
En la pandilla de mi primo hay un muchachote - el Richard, que le dicen – que destaca siempre por encima del resto. Destaca en el sentido de que destaca, el tío. Quiero decir que no es que sea ni mejor ni peor, sino que le gusta marcar diferencias, despuntar y dar la nota, al Richard.
Al Richard le llaman así pero él no se llama Ricardo, no te vayas a pensar, sino José Manuel de los Santos Bermejo, nada menos. Que le gusta dar la nota, ya te lo he dicho.
Cuando comenzó la moda de los tatuajes todos los de la pandilla pensaron al unísono: veras qué pedazo de tatuaje que se va a hacer el Richard, con lo que le gusta destacar. Pero no, el Richard se mantuvo al margen de la fiebre de los tatuajes. Como un señor. En cambio, poquito a poco, todos los demás fueron cayendo en la tentación y llenando sus cuerpos de dibujos más o menos originales, más o menos horteras y más o menos pintorescos. Uno, un dragón; otro, su nombre en caracteres chinos, otro, el águila de Beckham; otro, Piolín; otro, no sé qué... Pero el Richard no, y todos intrigadísimos:
- En algún sitio lo tiene que tener, el Richard, y no quiere decírnoslo.
- Dice Fulanito que se lo ha hecho en todo el cachete, vete tú a saber.
Al poco llegó la moda de los piercings a la pandilla, y una vez más todos pensaron a coro: verás que pedazo de piercing que se va a poner el Richard, como si lo viera. Pero tampoco. Todos fueron cayendo, unos más atrevidos que otros, que alguno hasta a mí me duele de pensarlo, pero el Richard no, no se perforó de un milímetro de piel, ya lo he dicho, como un señor. Se comían las uñas, de la curiosidad:
- Algo se ha tenido que hacer el Richard en salva sea la parte, el muy cochino.
- Ya te digo.
Por último, venga, todo el mundo a tunear los coches. El parque automovilístico de la padilla parecía de dibujos animados, y todos coincidían una vez más: seguro que el Richard deja su buga que va a parecer el del Pierre Nodoyuna, con lo que le gusta dar la nota. Pero Richard no tocó su coche, inmaculado que lo tiene desde que lo sacó del concesionario Renault. Los muchachos se devanaban los sesos:
- Qué irá a hacerle al coche, qué irá a hacerle...
- Va a ser algo impresionante, ya lo verás.
Resulta que en la pandilla del Richard, hoy, todos y todas tienen tatuajes por todo el cuerpo, les cuelgan tantos piercings que cada vez que pasan por un detector de metales la maquinita se pone a cantar heavy metal a grito pelao, y los coches de la peña parecen todos sacados de un episodio de los autos locos.
- ¿Y qué pasó con el Richard, papá? - me interrumpe mi hija.
- ¿Ése?, ése sigue siendo más chulo que un ocho. Ahí lo tienes, el único que se distingue del resto. Ya te lo dije, le gusta dar la nota.