A la bella muchacha, que paseaba practicando el difícil arte de caminar y leer a un tiempo, se le cayó algo por el camino. El marcapáginas, pensé, se le ha caído el marcapáginas, y me agaché a recogerlo.
“Señorita, se le ha caído...”
Se trataba, el original marcapáginas, de un liviano pétalo de rosa, con lo cual, en el momento en que fui a echarle mano, aquello salió volado impulsado por el viento y yo me fui detrás, perdiéndole el paso a la impasible muchacha, que continuaba su camino en dirección contraria, vaya por Dios.
Una vez recuperado el caprichoso pétalo, volví la vista hacia la muchacha y percibí, mientras sus andares se confundían entre piernas que iban y venían, cómo volvía a caérsele algo de entre las hojas del libro, y empujado por la curiosidad traté de recuperarlo una vez más abriéndome paso entre el gentío, para descubrir, no sin asombro, que esta vez se trataba... de un nuevo pétalo de rosa.
Vaya, qué curioso, pensé, a ver si en vez de los marcapáginas lo que está perdiendo es su colección de pétalos. Debería tratar de advertirle, no vaya a ser que tengan su valor, su valor sentimental más que nada, imaginé.
Y allá que me fui, primero a la caza y captura del caprichoso segundo pétalo para tratar de conseguir después llegar hasta la joven, cada vez más alejada de mi presencia pero todavía al alcance al menos de mi campo de visión.
Y una vez cumplida la primera parte de la misión, me guardé el par de pétalos en el bolsillo con sumo cuidado de no dañar las coloridas hojas y eché a correr, sorteando a la ciudadanía y recibiendo más de una mirada de reproche entre quienes, inevitablemente, resultaban golpeados en mayor o menor medida..., perdón, perdón, perdón.
Llegando estaba ya a la altura de la despistada lectora cuando observé que no sólo se volvía a repetir la historia una vez más, sino que por el camino se había ido produciendo un verdadero reguero de pétalos de rosa al paso de la muchacha, que continuaba leyendo y leyendo como si todo aquello que estaba sucediendo a su alrededor, mis carreras, el vuelo de los pétalos, el enfado de los transeúntes, en fin, todo, no fuera en absoluto con ella.
Y cuando ya por fin alcancé a tocarle el hombro para advertirle a la buena muchacha de todo cuanto había estado sucediendo y completar aquella primera frase que el viento había interrumpido: “señorita, se le ha caído...”, la lectora se volvió hacia mí observándome con mirada triste y ojos apagados, dedicándome lo que no sé si fue un gesto de cansancio o una tan rugosa como tierna sonrisa.
Decidí entonces volver sobre mis propios pasos para recoger y guardar en mis bolsillos la mayor cantidad de pétalos posible y dejar que aquella dulce anciana continuara, imperturbable, su camino.
“Señorita, se le ha caído...”
Se trataba, el original marcapáginas, de un liviano pétalo de rosa, con lo cual, en el momento en que fui a echarle mano, aquello salió volado impulsado por el viento y yo me fui detrás, perdiéndole el paso a la impasible muchacha, que continuaba su camino en dirección contraria, vaya por Dios.
Una vez recuperado el caprichoso pétalo, volví la vista hacia la muchacha y percibí, mientras sus andares se confundían entre piernas que iban y venían, cómo volvía a caérsele algo de entre las hojas del libro, y empujado por la curiosidad traté de recuperarlo una vez más abriéndome paso entre el gentío, para descubrir, no sin asombro, que esta vez se trataba... de un nuevo pétalo de rosa.
Vaya, qué curioso, pensé, a ver si en vez de los marcapáginas lo que está perdiendo es su colección de pétalos. Debería tratar de advertirle, no vaya a ser que tengan su valor, su valor sentimental más que nada, imaginé.
Y allá que me fui, primero a la caza y captura del caprichoso segundo pétalo para tratar de conseguir después llegar hasta la joven, cada vez más alejada de mi presencia pero todavía al alcance al menos de mi campo de visión.
Y una vez cumplida la primera parte de la misión, me guardé el par de pétalos en el bolsillo con sumo cuidado de no dañar las coloridas hojas y eché a correr, sorteando a la ciudadanía y recibiendo más de una mirada de reproche entre quienes, inevitablemente, resultaban golpeados en mayor o menor medida..., perdón, perdón, perdón.
Llegando estaba ya a la altura de la despistada lectora cuando observé que no sólo se volvía a repetir la historia una vez más, sino que por el camino se había ido produciendo un verdadero reguero de pétalos de rosa al paso de la muchacha, que continuaba leyendo y leyendo como si todo aquello que estaba sucediendo a su alrededor, mis carreras, el vuelo de los pétalos, el enfado de los transeúntes, en fin, todo, no fuera en absoluto con ella.
Y cuando ya por fin alcancé a tocarle el hombro para advertirle a la buena muchacha de todo cuanto había estado sucediendo y completar aquella primera frase que el viento había interrumpido: “señorita, se le ha caído...”, la lectora se volvió hacia mí observándome con mirada triste y ojos apagados, dedicándome lo que no sé si fue un gesto de cansancio o una tan rugosa como tierna sonrisa.
Decidí entonces volver sobre mis propios pasos para recoger y guardar en mis bolsillos la mayor cantidad de pétalos posible y dejar que aquella dulce anciana continuara, imperturbable, su camino.