Siempre he asociado el fútbol con la niñez. Con un juego de niños. Aunque el fútbol tal y como hoy se concibe tiene poco de juego y mucho de intereses y negocio (y si no que se lo pregunten a las televisiones), cada vez que llega un acontecimiento como el Mundial no puedo evitar acordarme de mi infancia.
Colecciones de cromos, partidillos en plena calle, duros campos de tierra, lluvia, frío, rodilleras y coderas, pantalones acolchados... ¿guantes?, ¡qué coño!, si entonces no había guantes. Y los ídolos de la infancia: primero Miguel Ángel, aquel portero con bigote (¿alguien se imagina hoy a un portero con bigote?), después Arconada y sus paradas espectaculares. Nunca hizo falta buscar a los grandes porteros fuera de España. Tampoco ahora. Cada vez que empieza un mundial recuerdo aquel balón de torpes costuras que acabaron robándome en plena calle dos críos de mi barrio.
Por suerte, ahí siguen jugadores como Zidane, Riquelme, Henry, Casillas... y los brasileños, sobre todo los brasileños, que no dejan de parecer niños jugando ajenos a todos los intereses que les rodean. La fantasía, ese arma que separa la infancia de la madurez, es su mayor virtud.
Como en todos los que recuerdo, el campeonato se inicia esta vez también con la incógnita de España: no estamos ni entre los mejores ni entre los peores y en un Mundial, ya se sabe, cualquier cosa puede suceder. Soñemos con la victoria, que también eso es cosa de niños.
Hoy comienza el mundial. ¿Jugamos?
Estilografic.art
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