Hoy el vagón del metro me ha recibido con una sorpresa: una campaña de publicidad de Philadelpia (sí, ese queso tan rico que se unta en el pan) ocupa de manera repetitiva, como eslabones de una cadena, todas y cada una de las puertas de todos los vagones no sé si de todos los metros, pero sí del que me ha tocado coger hoy.
Como bien lo demuestra la promoción del queso, una y otra vez, casi sin darnos cuenta, los acontecimientos se van encadenando en nuestras vidas, de manera que al final “la historia se repite”. La frase entrecomillada pone también punto final al reportaje emitido recientemente en televisión española en el que un periodista se lanza a la aventura de recorrer en un cayuco la distancia que separa las costas mauritanas de la isla de Hierro, o lo que viene a ser lo mismo, la distancia que separa a Europa de África, o lo que viene a ser lo mismo, la distancia que separa al cielo del infierno, eslabones todos de una misma cadena.
El reportaje me pareció, recurriendo a un tópico de esos que tanto se utilizan en los medios, un “documento periodístico imprescindible” y por tanto lo “encadeno” en este enlace. Desconfío, por lo general, de documentos periodísticos de este tipo porque en más de una ocasión suelen caer al otro lado de la frontera. Me refiero a la frontera que separa la necesaria información del innecesario espectáculo. Pero me parece que no es el caso. Creo que el reportaje es muy bueno y muy necesario. Debería verse incluso en los colegios o, como dice Jove, en los Consejos de Ministros de la Unión Europea. Y todos deberíamos hacer, entre vómitos, olas y continuos achiques de agua, ese recorrido al menos una vez en la vida.
El cayuco no logra alcanzar su objetivo, y la conclusión es que "la historia se repite" porque el intento de pasar al otro lado más tarde o más temprano volverá a producirse. Los dos motores de la embarcación no sobreviven a los cinco días con sus cinco noches de navegación previstos y se rompen a mitad de camino. Normal, teniendo en cuenta sobre todo que no todo lo que hay dentro de los bidones de combustible, por los que se habrá pagado un alto precio, es gasolina. Prueba si no tú a echarle agua al motor del BMW, a ver si no te deja tirado en mitad de la M-40.
Se me abren las puertas del metro y cambio la blancura del queso untable por la negritud de ojos y piel del muchacho que me recibe ya dentro del vagón y que me recuerda irremediablemente a los tripulantes del cayuco. Todos los negros se parecen. O no. A lo mejor es que no nos fijamos lo suficiente en lo distintivo de sus rasgos, en lo que los hace ser personas individuales y no colectivo de negros. El caso es que yo lo encadeno con los tripulantes del cayuco, no lo puedo evitar. El también lleva eslabones, no de Philadelphia, sino dorados y relucientes en su cuello negro. No debe ser barata la cadena que luce y que contrasta con su aspecto del superviviente que a la mejor no es. Su cara – insisto, todos los negros se parecen - me recuerda al negro Eto’o, y pienso por un momento en los cuatro goles que el delantero del Barça encadenó el domingo, como queriendo responder a los otros cuatro que poco antes había encadenado el blanco Higuaín, del eterno y últimamente decaído rival.
Al recibir un último empujón de los pasajeros que intentan entrar al vagón en Avenida de América, me fijo en que el chico negro del metro lleva puesta, además de la cadena de oro, una sudadera azul con el logotipo de Spanair, con lo cual no puedo evitar otra nueva asociación o encadenamiento de ideas: del irrisorio sufrimiento de los afortunados y quejicas pasajeros diarios del metro que somos nosotros me paso al verdadero sufrimiento de quienes apuestan por jugarse la vida en una patera o de quienes, por azar, se ven de golpe y porrazo golpeados por un fatídico accidente en el momento y lugar más inesperados.
Y encadenando, encadenando, observo cómo la vista del muchacho negro y la de la mayoría de pasajeros masculinos, entre los que me cuento, se desvía hacia la chica rubia que acaba de entrar jugando con su móvil, no porque sea especialmente bella o llamativa, sino porque un descuidado botón de su escote la deja con media teta fuera, que se va ocultando o mostrando alternativamente según la postura que su cuerpo adopta.
A todo esto, yo tratando de leer a Millás, pues da la casualidad de que compré su último libro ayer en La Clandestina y no he conseguido pasar del segundo relato, con tanta agitación y encadenamiento. He terminado hace poco de leer los Relatos metropolitanos de Mariano Zurdo, y he aprovechado mi visita a La Clandestina para, además de comprar el libro de Millás, decirle personalmente a su autor cuánto me ha gustado, especialmente el cuento titulado Detrás de mí, que pese a ser relato escrito en el metro (como estas notas que yo ahora tomo), trata precisamente - fíjate la casualidad - de un viaje en avión, vete tú a saber si de Spanair. Todo se me encadena una vez más.
Si uno va al teatro o a un concierto y le gusta el espectáculo, aplaude para que el autor se sienta satisfecho y reconocido, pero después de leer un libro de nada sirve aplaudir. No todos los días uno conoce a quien ha escrito lo que lee, y me parece justo y casi obligado decirle al autor de un libro, si tienes oportunidad, que su obra te ha gustado mucho, si es que es verdad que te ha gustado, claro. Es poner un eslabón más a la cadena.
El segundo relato del libro de Millás trata de dos muchachos que se enamoran de un maniquí que suda. Millás me gusta mucho, pero no se lo puedo decir porque no lo conozco. No he podido evitar relacionar el relato con una de las canciones de mi vida, “De cartón piedra”, de mi admirado Serrat. Sólo con tararearla ya se me pone la piel de gallina: “era la gloria vestida de tul, con la mirada lejana y azul...” Mariano me enseñó en La Clandestina un precioso libro que acaba de recibir con todas las letras de las canciones de Serrat. No tuve ocasión de comprobar si estaba ésta, pero seguro que sí. Es parte de la cadena.
Próxima estación: Colombia; correspondencia con: línea 8.
Una joven madre con bebé enmochilado y niño travieso alcanza sitio libre en el vagón, al otro lado de la rubia de la teta al aire, que sigue jugando con el móvil mientras su pecho derecho continúa jugando al escondite inglés, sin mover las manos ni los pies. Mientras el bebé duerme, la mamá le cede al hermano el 20minutos para que garabatee y no se pinte el pantalón con el bolígrafo, pero el crío opta por la suavidad de la tela como lienzo. Una señora sentada enfrente ríe, pero a la madre maldita la gracia que le hace. La señora le hace carantoñas el niño y éste le devuelve pedorretas y le saca la lengua. Dos chicas jóvenes dicen que qué mono y que qué gracioso. La señora no, la señora no dice nada y deja de reir. Las dos chicas que opinan que qué mono le hacen más carantoñas y el crío, claro, se crece, se pone de pie en el asiento y empieza a bailar el chiquichiqui. Su hermano, el bebé, sigue durmiendo y la rubia, la de la teta al aire, sigue jugando y enseñando. Nos bajamos todos, como encadenados, en Plaza de Castilla.
El ascensor del trabajo es como el metro o peor. Hay que esperar un montón, siempre va lleno de gente y va parando en todas los pisos. Y yo voy al último. Por cierto, que en otro cuento de los Relatos metropolitanos aparece una ascensorista cubana. Una chica morena con las tetas en su sitio se queja: “uf, que sueño”. Yo también tengo sueño: Anoche me acosté a las tantas por quedarme a ver el reportaje del cayuco que, no lo he dicho, curiosamente se titulaba “Destinos clandestinos”. Como la librería.
Como bien lo demuestra la promoción del queso, una y otra vez, casi sin darnos cuenta, los acontecimientos se van encadenando en nuestras vidas, de manera que al final “la historia se repite”. La frase entrecomillada pone también punto final al reportaje emitido recientemente en televisión española en el que un periodista se lanza a la aventura de recorrer en un cayuco la distancia que separa las costas mauritanas de la isla de Hierro, o lo que viene a ser lo mismo, la distancia que separa a Europa de África, o lo que viene a ser lo mismo, la distancia que separa al cielo del infierno, eslabones todos de una misma cadena.
El reportaje me pareció, recurriendo a un tópico de esos que tanto se utilizan en los medios, un “documento periodístico imprescindible” y por tanto lo “encadeno” en este enlace. Desconfío, por lo general, de documentos periodísticos de este tipo porque en más de una ocasión suelen caer al otro lado de la frontera. Me refiero a la frontera que separa la necesaria información del innecesario espectáculo. Pero me parece que no es el caso. Creo que el reportaje es muy bueno y muy necesario. Debería verse incluso en los colegios o, como dice Jove, en los Consejos de Ministros de la Unión Europea. Y todos deberíamos hacer, entre vómitos, olas y continuos achiques de agua, ese recorrido al menos una vez en la vida.
El cayuco no logra alcanzar su objetivo, y la conclusión es que "la historia se repite" porque el intento de pasar al otro lado más tarde o más temprano volverá a producirse. Los dos motores de la embarcación no sobreviven a los cinco días con sus cinco noches de navegación previstos y se rompen a mitad de camino. Normal, teniendo en cuenta sobre todo que no todo lo que hay dentro de los bidones de combustible, por los que se habrá pagado un alto precio, es gasolina. Prueba si no tú a echarle agua al motor del BMW, a ver si no te deja tirado en mitad de la M-40.
Se me abren las puertas del metro y cambio la blancura del queso untable por la negritud de ojos y piel del muchacho que me recibe ya dentro del vagón y que me recuerda irremediablemente a los tripulantes del cayuco. Todos los negros se parecen. O no. A lo mejor es que no nos fijamos lo suficiente en lo distintivo de sus rasgos, en lo que los hace ser personas individuales y no colectivo de negros. El caso es que yo lo encadeno con los tripulantes del cayuco, no lo puedo evitar. El también lleva eslabones, no de Philadelphia, sino dorados y relucientes en su cuello negro. No debe ser barata la cadena que luce y que contrasta con su aspecto del superviviente que a la mejor no es. Su cara – insisto, todos los negros se parecen - me recuerda al negro Eto’o, y pienso por un momento en los cuatro goles que el delantero del Barça encadenó el domingo, como queriendo responder a los otros cuatro que poco antes había encadenado el blanco Higuaín, del eterno y últimamente decaído rival.
Al recibir un último empujón de los pasajeros que intentan entrar al vagón en Avenida de América, me fijo en que el chico negro del metro lleva puesta, además de la cadena de oro, una sudadera azul con el logotipo de Spanair, con lo cual no puedo evitar otra nueva asociación o encadenamiento de ideas: del irrisorio sufrimiento de los afortunados y quejicas pasajeros diarios del metro que somos nosotros me paso al verdadero sufrimiento de quienes apuestan por jugarse la vida en una patera o de quienes, por azar, se ven de golpe y porrazo golpeados por un fatídico accidente en el momento y lugar más inesperados.
Y encadenando, encadenando, observo cómo la vista del muchacho negro y la de la mayoría de pasajeros masculinos, entre los que me cuento, se desvía hacia la chica rubia que acaba de entrar jugando con su móvil, no porque sea especialmente bella o llamativa, sino porque un descuidado botón de su escote la deja con media teta fuera, que se va ocultando o mostrando alternativamente según la postura que su cuerpo adopta.
A todo esto, yo tratando de leer a Millás, pues da la casualidad de que compré su último libro ayer en La Clandestina y no he conseguido pasar del segundo relato, con tanta agitación y encadenamiento. He terminado hace poco de leer los Relatos metropolitanos de Mariano Zurdo, y he aprovechado mi visita a La Clandestina para, además de comprar el libro de Millás, decirle personalmente a su autor cuánto me ha gustado, especialmente el cuento titulado Detrás de mí, que pese a ser relato escrito en el metro (como estas notas que yo ahora tomo), trata precisamente - fíjate la casualidad - de un viaje en avión, vete tú a saber si de Spanair. Todo se me encadena una vez más.
Si uno va al teatro o a un concierto y le gusta el espectáculo, aplaude para que el autor se sienta satisfecho y reconocido, pero después de leer un libro de nada sirve aplaudir. No todos los días uno conoce a quien ha escrito lo que lee, y me parece justo y casi obligado decirle al autor de un libro, si tienes oportunidad, que su obra te ha gustado mucho, si es que es verdad que te ha gustado, claro. Es poner un eslabón más a la cadena.
El segundo relato del libro de Millás trata de dos muchachos que se enamoran de un maniquí que suda. Millás me gusta mucho, pero no se lo puedo decir porque no lo conozco. No he podido evitar relacionar el relato con una de las canciones de mi vida, “De cartón piedra”, de mi admirado Serrat. Sólo con tararearla ya se me pone la piel de gallina: “era la gloria vestida de tul, con la mirada lejana y azul...” Mariano me enseñó en La Clandestina un precioso libro que acaba de recibir con todas las letras de las canciones de Serrat. No tuve ocasión de comprobar si estaba ésta, pero seguro que sí. Es parte de la cadena.
Próxima estación: Colombia; correspondencia con: línea 8.
Una joven madre con bebé enmochilado y niño travieso alcanza sitio libre en el vagón, al otro lado de la rubia de la teta al aire, que sigue jugando con el móvil mientras su pecho derecho continúa jugando al escondite inglés, sin mover las manos ni los pies. Mientras el bebé duerme, la mamá le cede al hermano el 20minutos para que garabatee y no se pinte el pantalón con el bolígrafo, pero el crío opta por la suavidad de la tela como lienzo. Una señora sentada enfrente ríe, pero a la madre maldita la gracia que le hace. La señora le hace carantoñas el niño y éste le devuelve pedorretas y le saca la lengua. Dos chicas jóvenes dicen que qué mono y que qué gracioso. La señora no, la señora no dice nada y deja de reir. Las dos chicas que opinan que qué mono le hacen más carantoñas y el crío, claro, se crece, se pone de pie en el asiento y empieza a bailar el chiquichiqui. Su hermano, el bebé, sigue durmiendo y la rubia, la de la teta al aire, sigue jugando y enseñando. Nos bajamos todos, como encadenados, en Plaza de Castilla.
El ascensor del trabajo es como el metro o peor. Hay que esperar un montón, siempre va lleno de gente y va parando en todas los pisos. Y yo voy al último. Por cierto, que en otro cuento de los Relatos metropolitanos aparece una ascensorista cubana. Una chica morena con las tetas en su sitio se queja: “uf, que sueño”. Yo también tengo sueño: Anoche me acosté a las tantas por quedarme a ver el reportaje del cayuco que, no lo he dicho, curiosamente se titulaba “Destinos clandestinos”. Como la librería.
9 comentarios:
Encadenada estoy ahora mismito a tu entrada de hoy, porque chico, hay que ver lo bien hiladito que lo has dejado todo. Una filigrana, vamos.
Tomo nota del documental. Quizás lo veo cuando termine mi jornada laboral (que hoy todavía me quedan 20 páginas de un librito para niños de 5 años, que precisamente va de los medios de transporte... ¿otro trozo de la cadena?).
Hoy te dejo un beso y un abrazo.
Porque sí.
:)
Es una entrada magnífica, lo digo sin ironía, me ha emocionado; vi el documental, que me pareció de visión obligatoria en todas las escuelas y consejos de ministros de la Unión Europea.
Un abrazo desde BCN, Mariano.
En cuantito tengas tiempo no te lo pierdas, Irre. Te va a gustar. Otro beso y otro abrazo encadenado.
Jove: con tu permiso, me apropio de lo de los consejos de ministros y lo añado al post, pues me parece de lo más acertado. Gracias y otro abrazo. Ah, y recuerdos a Eto'o.
Verélo, verélo.
:)
Jolin ! Qué divinamente hilado te ha quedado ! Yo no he visto el documental aunque me enteré de su existencia. No se si verlo porque ya lo paso muy mal sin verlo directamente. Estas cosas creo que están muy bien para despertar la empatía en la gente y que aprendan a entender y ponerse en el lugar del otro para fomentar un poco la solidaridad y eso... en mi caso concreto sería más un aejercicio de autotortura sádica.. y todavía no me ha dado por ahí. Aunque seguro que dentro de un tiempo me lo encuentro por ahí y acabao viéndolo, pero en fin.
Que me ha encantado tu encadenamiento casi concatenado metrístico, humano y clandestino :D
PD: Lo de que los negros se parecen en fin..... será que no te has fijado bien. Yo me he fijado con detenimiento en múltiples ocasiones y te aseguro que no XD
y curiosamente acabo de leer otra entrada sobre la librería, justo después de otro sobre ese documental.. casualidad?
Suerte tienes de ver a los chicos de la clandestina, yo solo me puedo mensajear o mailear :)
Pero no me quejo, que estamos en la era de la comunicación.
Tomo nota del documental, lo veo y te cuento, donde? en la clandestina claro ;)
besicos
Ayer vi 12 minutos del documental. Es que eran las 12 de la noche ya...
:(
Me temo que iré viéndolo en pequeños capítulos. Pero verélo, verélo.
:P
Irre: perdértelo no debes.
Wen: muy de acuerdo en lo que dices. Y también en lo de los negros. Ya digo que el problema es que tendemos a identificarlos como colectivo, en lugar de hacerlo como personas.
Géminis: si es que estamos todos encadenaditos.
Belén: en La Clandestina nos vemos próximamente pues. Y me cuentas.
Irre: perdértelo no debes, no sé si ya te lo he dicho.
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